miércoles, 10 de julio de 2013

La mujer de mármol

 
Hoy, recordando mis días de infancia, cuando escuchaba los viejos cuentos de mi abuela, recordé aquel,... aquel misterioso e intrigante relato...

Hace más de mil siglos, en un pequeño pueblecito de Andalucía, había una joven trabajadora y bella de origen humilde.
Ella trabajaba dando el agua a los trabajadores de la nueva obra del pueblo y, como todas las mañanas, comenzó yendo a por agua al pozo del pueblo.

Normalmente, solo había mujeres y algunos mercaderes allí pero esta vez había un extranjero que parecía dormir en una esquina de la plaza.

La joven terminó de llenar sus cántaros y se puso en camino y al pasar por el lado del muchacho éste se sobresaltó. Se despertó de golpe y pronunciando un nombre que nadie escuchó. Toda la plaza se lo quedó mirando y reino por unos segundos el silencio. El muchacho se quedó pensando unos momentos y luego desapareció entre los arbustos, supongo que hacia la costa.

Pasaron unos segundos y todo volvió a la normalidad de bullicio de siempre. Respecto a la joven, bueno, ella terminó la jornada pero estuvo todo el día pensando en lo ocurrido. En la noche este asunto le quitó el sueño. Si algún defecto tenía, era ese, la curiosidad.
Llegó la mañana, era día libre para ella y como todos los días libres se fue a pasear por la orilla de la playa y a observar los barcos de mercaderes que se iban o volvían después de largos meses de trabajo.


De repente, oyó un ruido proveniente de los matorrales. Se acercó sigilosamente y con mucho cuidado abrió una parte de los matorrales y pudo observar como en su interior había una especie de cueva donde residía aquel muchacho de la plaza. La joven se quedó perpleja.
Pronto el muchacho la descubrió y sin decir ni una palabra se acercó lentamente a ella y le dijo:

-¿Qué hacéis aquí? Una mujer bella no debería andar por estas costas sola, hay mucho pirata suelto.

Ella se lo quedó mirando un rato y después respondió:

-¿Y vos? ¿Qué hacéis vos aquí, en una cueva de mala muerte?

El se quedó callado, caminó unos cuántos pasos y respondió:

-No deberíais saber ciertas cosas que no os incumben.- Y se fue hacia el rompeolas.

-¿No me incumben? Eso da una impresión de vos ciertamente inadecuada.

Entonces sonó la campana del pueblo, un alboroto terrible y en medio de este un hombre gritaba:

-¡Los esléridos! ¡Vienen los esléridos!-

Los esléridos eran un poblado de ladrones que afirmaban ser un ejercito. Venían a los tres pueblos de la zona y “recaudaban impuestos”.

Entonces los dos corrieron hacia distintos puntos; ella se fue hacia el pueblo y el... bueno, el no se sabe a dónde se fue.

Pasaron los años y se siguieron viendo y conociendo.
Llegó un día en que el fue a pedir su mano a casa de su padre:

-¿Y, qué le podéis ofrecer a mi hija?

-Señor, soy herrero, no tengo mucho que ofrecerle pero la pienso hacer la mujer más feliz.

El padre caminó un rato por la sala pensando sin cesar hasta que al final contestó:

-Haremos lo siguiente: tendrás una semana de prueba en la que me has de demostrar tu promesa. Al cabo de esa semana tomaré una decisión.

Pasó la semana de prueba, el muchacho trabajó horas extra para ganar más dinero y tres días llegó a casa con un regalo para su amada. Eran regalos muy pobres pero ella rebosaba felicidad. El hacía todo lo posible y conseguía dedicarle mucho tiempo al día.

-Bien, tu semana de prueba ha concluido y he tomado mi decisión:
has hecho muy feliz a mi hija, tal como prometiste, pero si después no demuestras el mismo amor por ella levantaríais los comentarios en el pueblo. He preguntado a conocidos y recogido información sobre ti y he concluido... he concluido que puedes casarte con mi hija.- y sin terminar de hablar le interrumpieron los dos jóvenes celebrando.

-Pero hay una condición-continuó hablando el padre- debéis ayudarme en mi labor en el campo; uno ya se hace mayor para tantos trotes.

La casa se llenó de alegría, pronto todo el pueblo se enteró y ya se planeaba la boda.

Llegó el día de la boda. Se ofició en una pequeña iglesia que aquel día rebosaba luz y alegría.

La habían decorado con flores blancas, rosas y rojas; margaritas, rosas y demás sinfín de olorosas joyas.

La novia llevaba un vestido muy humilde pero resplandecía como la mujer más hermosa.
Él, estaba hecho un pincel, todo un señor. Un esmoquin azul marino con una rosa blanca en un bolsillo que quedaba a la altura del pecho.

La boda fue preciosa. Todo el pueblo estuvo presente; la familia de la novia era muy querida.

A la salida lanzaron pétalos, palomas y hermosos cánticos en honor a la hermosa pareja.

No hubo luna de miel pues el dinero no lo permitía pero fueron dos meses realmente felices formados únicamente por el amor, la felicidad y la paz que existía en esa humilde casa.

El no dejó de cumplir su promesa y todas las mañanas la feliz pareja iba muy temprano a trabajar las tierras de su padre para que el pobre hombre pudiera descansar sabiendo que dejaba en buenas manos sus únicas posesiones y lo que permitían poner cada día un plato sobre la mesa a la hora de comer.

Pero pronto la guerra llegó. Una guerra dura, una gran crisis, gente muriendo de hambre o por enfermedad después de una dura vida dedicada al trabajo. Una vida que no había conocido nunca mayor riqueza que una pequeña choza donde vivir con su familia y un plato de comida al día los más afortunados. Gente humilde, de vida sencilla.

Se requirió a todos los hombres mayores de edad y menores de sesenta años para combatir en la guerra.
Estos hombres abandonaron familias, hogares, amigos, un trabajo y hasta su propia vida para salvar a su patria.

El muchacho tuvo que ir también dejando a su mujer y a su nueva familia desolados y en vilo de un rezo que a partir de este día constituiría sus vidas.

Pasaron tres años y siete meses y llegaron noticias.
Sonó la corneta en la plaza del pueblo y pronto todas las mujeres, niños y ancianos estaban allí.
Traían cartas y noticias de la guerra y había una para la triste muchacha.
Su marido había fallecido en combate. Una bala logró alcanzarle a la altura del hombro, sufrió una hemorragia y falleció.

La joven sentía que el alma se le escapaba. Tenía el corazón roto, la cara empapada de lágrimas que parecían sangre quemando su piel y unos quejares que siguieron durante las tres noches siguientes resonando en cada callejuela del pueblo.

Al tercer día, que calló en Jueves, fue el entierro. El cuerpo ya había llegado; lo habían lavado y perfumado y lo habían vestido con un ropaje de soldado en honor a su caída en batalla.

Todo el pueblo lloraba su muerte y se escuchaban murmureos.
-Pobrecilla, recién casá y mira..
Sin embargo el sargento replicaba al resto de soldados diciéndoles: -solo los más débiles caen.

Cuenta la leyenda que la mujer siguió trabajando de aguadera y un día no regresó a su hogar. Y dicen las malas lenguas, que aquel último día la mujer se quedó llorando sobre el cántaro y murió de tristeza, unos dicen que en Granada, otros que en Sevilla. Nadie lo sabe con certeza pero se cuenta que la mujer se convirtió en piedra y su estatua está aún en algún incierto rincón de Andalucía.