Hoy,
recordando mis días de infancia, cuando escuchaba los viejos cuentos
de mi abuela, recordé aquel,... aquel misterioso e intrigante
relato...
Hace
más de mil siglos, en un pequeño pueblecito de Andalucía, había
una joven trabajadora y bella de origen humilde.
Ella
trabajaba dando el agua a los trabajadores de la nueva obra del
pueblo y, como todas las mañanas, comenzó yendo a por agua al pozo
del pueblo.
Normalmente,
solo había mujeres y algunos mercaderes allí pero esta vez había
un extranjero que parecía dormir en una esquina de la plaza.
La
joven terminó de llenar sus cántaros y se puso en camino y al pasar
por el lado del muchacho éste se sobresaltó. Se despertó de golpe
y pronunciando un nombre que nadie escuchó. Toda la plaza se lo
quedó mirando y reino por unos segundos el silencio. El muchacho se
quedó pensando unos momentos y luego desapareció entre los
arbustos, supongo que hacia la costa.
Pasaron
unos segundos y todo volvió a la normalidad de bullicio de siempre.
Respecto a la joven, bueno, ella terminó la jornada pero estuvo todo
el día pensando en lo ocurrido. En la noche este asunto le quitó el
sueño. Si algún defecto tenía, era ese, la curiosidad.
Llegó
la mañana, era día libre para ella y como todos los días libres se
fue a pasear por la orilla de la playa y a observar los barcos de
mercaderes que se iban o volvían después de largos meses de
trabajo.
De repente, oyó un ruido proveniente de los matorrales. Se acercó sigilosamente y con mucho cuidado abrió una parte de los matorrales y pudo observar como en su interior había una especie de cueva donde residía aquel muchacho de la plaza. La joven se quedó perpleja.
Pronto
el muchacho la descubrió y sin decir ni una palabra se acercó
lentamente a ella y le dijo:
-¿Qué
hacéis aquí? Una mujer bella no debería andar por estas costas
sola, hay mucho pirata suelto.
Ella
se lo quedó mirando un rato y después respondió:
-¿Y
vos? ¿Qué hacéis vos aquí, en una cueva de mala muerte?
El
se quedó callado, caminó unos cuántos pasos y respondió:
-No
deberíais saber ciertas cosas que no os incumben.- Y se fue hacia el
rompeolas.
-¿No
me incumben? Eso da una impresión de vos ciertamente inadecuada.
Entonces
sonó la campana del pueblo, un alboroto terrible y en medio de este
un hombre gritaba:
-¡Los
esléridos! ¡Vienen los esléridos!-
Los
esléridos eran un poblado de ladrones que afirmaban ser un ejercito.
Venían a los tres pueblos de la zona y “recaudaban impuestos”.
Entonces
los dos corrieron hacia distintos puntos; ella se fue hacia el pueblo
y el... bueno, el no se sabe a dónde se fue.
Pasaron
los años y se siguieron viendo y conociendo.
Llegó
un día en que el fue a pedir su mano a casa de su padre:
-¿Y,
qué le podéis ofrecer a mi hija?
-Señor,
soy herrero, no tengo mucho que ofrecerle pero la pienso hacer la
mujer más feliz.
El
padre caminó un rato por la sala pensando sin cesar hasta que al
final contestó:
-Haremos
lo siguiente: tendrás una semana de prueba en la que me has de
demostrar tu promesa. Al cabo de esa semana tomaré una decisión.
Pasó
la semana de prueba, el muchacho trabajó horas extra para ganar más
dinero y tres días llegó a casa con un regalo para su amada. Eran
regalos muy pobres pero ella rebosaba felicidad. El hacía todo lo
posible y conseguía dedicarle mucho tiempo al día.
-Bien,
tu semana de prueba ha concluido y he tomado mi decisión:
has
hecho muy feliz a mi hija, tal como prometiste, pero si después no
demuestras el mismo amor por ella levantaríais los comentarios en el
pueblo. He preguntado a conocidos y recogido información sobre ti y
he concluido... he concluido que puedes casarte con mi hija.- y sin
terminar de hablar le interrumpieron los dos jóvenes celebrando.
-Pero
hay una condición-continuó hablando el padre- debéis ayudarme en
mi labor en el campo; uno ya se hace mayor para tantos trotes.
La
casa se llenó de alegría, pronto todo el pueblo se enteró y ya se
planeaba la boda.
Llegó
el día de la boda. Se ofició en una pequeña iglesia que aquel día
rebosaba luz y alegría.
La
habían decorado con flores blancas, rosas y rojas; margaritas, rosas
y demás sinfín de olorosas joyas.
La
novia llevaba un vestido muy humilde pero resplandecía como la mujer
más hermosa.
Él,
estaba hecho un pincel, todo un señor. Un esmoquin azul marino con
una rosa blanca en un bolsillo que quedaba a la altura del pecho.
La
boda fue preciosa. Todo el pueblo estuvo presente; la familia de la
novia era muy querida.
A
la salida lanzaron pétalos, palomas y hermosos cánticos en honor a
la hermosa pareja.
No
hubo luna de miel pues el dinero no lo permitía pero fueron dos
meses realmente felices formados únicamente por el amor, la
felicidad y la paz que existía en esa humilde casa.
El
no dejó de cumplir su promesa y todas las mañanas la feliz pareja
iba muy temprano a trabajar las tierras de su padre para que el pobre
hombre pudiera descansar sabiendo que dejaba en buenas manos sus
únicas posesiones y lo que permitían poner cada día un plato sobre
la mesa a la hora de comer.
Pero
pronto la guerra llegó. Una guerra dura, una gran crisis, gente
muriendo de hambre o por enfermedad después de una dura vida
dedicada al trabajo. Una vida que no había conocido nunca mayor
riqueza que una pequeña choza donde vivir con su familia y un plato
de comida al día los más afortunados. Gente humilde, de vida
sencilla.
Se
requirió a todos los hombres mayores de edad y menores de sesenta
años para combatir en la guerra.
Estos
hombres abandonaron familias, hogares, amigos, un trabajo y hasta su
propia vida para salvar a su patria.
El
muchacho tuvo que ir también dejando a su mujer y a su nueva familia
desolados y en vilo de un rezo que a partir de este día constituiría
sus vidas.
Pasaron
tres años y siete meses y llegaron noticias.
Sonó
la corneta en la plaza del pueblo y pronto todas las mujeres, niños
y ancianos estaban allí.
Traían
cartas y noticias de la guerra y había una para la triste muchacha.
Su
marido había fallecido en combate. Una bala logró alcanzarle a la
altura del hombro, sufrió una hemorragia y falleció.
La
joven sentía que el alma se le escapaba. Tenía el corazón roto, la
cara empapada de lágrimas que parecían sangre quemando su piel y
unos quejares que siguieron durante las tres noches siguientes
resonando en cada callejuela del pueblo.
Al
tercer día, que calló en Jueves, fue el entierro. El cuerpo ya
había llegado; lo habían lavado y perfumado y lo habían vestido
con un ropaje de soldado en honor a su caída en batalla.
Todo
el pueblo lloraba su muerte y se escuchaban murmureos.
-Pobrecilla,
recién casá y mira..
Sin
embargo el sargento replicaba al resto de soldados diciéndoles:
-solo los más débiles caen.
Cuenta
la leyenda que la mujer siguió trabajando de aguadera y un día no
regresó a su hogar. Y dicen las malas lenguas, que aquel último día
la mujer se quedó llorando sobre el cántaro y murió de tristeza,
unos dicen que en Granada, otros que en Sevilla. Nadie lo sabe con
certeza pero se cuenta que la mujer se convirtió en piedra y su
estatua está aún en algún incierto rincón de Andalucía.